Hay
dos temas sobre los cuales debatir puede resultar peligroso: religión y
política. Se necesita tener sangre fría para no caer en discusiones estériles y
hasta llegar a ofender a la persona o personas contra las cuales debatimos. Ambos
se basan en ideales y creencias, cosas a las cuales solemos aferrarnos con uñas
y dientes. Pensé en lo anterior cuando vi un video que publicaron en Facebook
en estos días para combatir la incredulidad de algunas personas sobre la
existencia de Dios. Los comentarios me remontaron a mis tiempos de agnóstica.
La religión no era santo de mi devoción y nunca presté atención a las defensas
que la gente hacía en torno a su fe. Solía decir: “Cada loco con su tema”.
Realmente
nunca fui atea. Criada dentro de un hogar cristiano (católico), hubo ciertos valores
que se grabaron en mi mente. Tenía que ir a la iglesia por obligación so pena
de ser castigada por las monjas del colegio. Exceptuando las historias que hacían
sobre la persona de Jesús y algunos santos, casi todos los dogmas de fe que enseñaban
chocaban contra mi razón. Intenté en varias ocasiones verbalizar mis dudas. Con
muy pocas excepciones, logré respuestas satisfactorias. Gran parte de las veces
lo que lograba era un “detention” (me
dejaban sin disfrutar del período del recreo). Mis compañeros y compañeras de
clase no entendían mi insistencia en preguntar, eso era una tontería para
ellos. Experiencias como esa no
solamente minaron mi interés por la religión, sino que me tornaron rebelde contra
la misma. No fue hasta la edad de 33 años que mi sentir en torno a los asuntos
de fe cambiaron radicalmente, convirtiéndome en una creyente. No obstante,
llevo cuarenta y dos años practicando el cristianismo protestante y aún
continúo cuestionándome muchos asuntos relacionados con la cultura religiosa o la
cristiandad en todas sus vertientes.
La
duda de la existencia de Dios permaneció en mi mente aún después de acepar el cristianismo
como mi regla de fe. Me cuestionaba si mi conversión había sido un lavado de
cerebro. Todos los domingos me sentaba en los primeros bancos de mi iglesia
esperando descubrir la razón por la cual lloraba cuando escuchaba los cánticos
y el mensaje de la ocasión. Además, me convertí en una voraz lectora de la
Biblia y cuando la leía, sentía una hermosa presencia dentro de mis ser que
superaba mi entendimiento. Con el correr del tiempo, la duda se disipó. Tal
parece que Dios no tomó mis dudas en cuenta por cuanto me llamó al ministerio
pastoral. Pero este asunto me llevó a pensar que en definitiva, nuestra
voluntad de creer o no creer en Dios (como acto racional únicamente) no constituye
cosa prioritaria para ser objeto de la salvación. La propia Biblia dice que
Satanás también cree en Dios, y tiembla. ¡Por algo será! Eso me llevó a un
nuevo cuestionamiento. ¿Qué es la salvación?
La búsqueda de una
respuesta racional satisfactoria a la pregunta anterior me metió en otro
laberinto teológico y hasta científico. Para no ir más allá de una duda
razonable, elaboré una respuesta que aún me parece convincente. Sencillamente, un
día me acosté ignorando a Dios por completo y al otro día me arrodillé ante su
presencia. Algo sucedió en cierto determinado tiempo y espacio que obró en mí
el comienzo de un proceso de transformación, tanto en mi manera de pensar como
de actuar. Yo estaba ciega y de repente vi la luz. Ese es un milagro que no
tiene explicación racional.
Mi
conversión al evangelio fue de gran sorpresa para mucha gente, incluyendo mis
familiares. Me relacionaba con personas que se consideraban ateos dentro de mi
círculo familiar y de amistades. En algunas de nuestras reuniones cotidianas,
el tema sobre mi inesperada creencia en Dios salía casi obligado. Algunos
comentarios estaban destinados a burlarse de mí. Otros llegaron a carecer de
respeto hacia mi persona y hacia Dios. Así pasó hasta que un día tomé la
decisión de parar la gente en seco al declararles que, como todo el mundo, yo
tenía derecho de creer en lo que me venía en gana. Expliqué que Dios no buscaba
mi defensa de su persona, sino mi obediencia a sus mandatos divinos. Yo decidí
obedecerle y nadie me apartaría de ese propósito. Mi fe no estaba sujeta a
discusión, pero estaba dispuesta a compartirla. Fin de toda discusión.
Si mi
conversión fue un enigma, mayor lo fue mi llamado al ministerio pastoral. Me
fue difícil aceptar la idea de tener que estudiar una maestría en divinidades
para ser considerada como candidata al ministerio. Lo consideré como otro
asunto de pura obediencia. Luego entendí su importancia. Debía prepararme para
hablar sobre las cosas de Dios, incluyendo explicarles a los creyentes la razón
de ser de los postulados de la fe cristiana. Decidí no inventar la rueda, sino
de descubrir lo que otros habían escrito y continuaban escribiendo sobre el
particular. La curiosidad siempre me ha acompañado y reconozco que fue uno de
los móviles que tuve para cursar mis estudios teológicos. La experiencia
inicial de estudiar en un seminario teológico fue para mí equivalente a entrar
a un espeso bosque teniendo como única brújula la fe que el Espíritu de Dios
había sembrado en mí. La travesía, aunque larga y trabajosa, fue maravillosa.
Solamente puedo asegurar que esos estudios me ayudaron a comprender mejor mi
fe. Los conocimientos que había adquirido en otras áreas seculares del saber
humano quedaron también iluminados. Los seminarios teológicos no tienen como
objetivo ni dar ni quitar la fe de sus estudiantes. Tampoco niegan el papel que
juega la razón en el proceso de entender la fe, simplemente proveen
herramientas muy útiles. Declaro que recibí respuestas bastantes asertivas a
muchos de mis interrogantes en cuanto a las creencias, no tan sólo cristianas,
sino de otras religiones.
La
apologética es una parte primordial de la teología (ciencia que busca el
conocimiento de Dios). Constituye la búsqueda de pruebas que le pueden dar
validez y alabanzas a una persona o cosa en particular. En el caso del
cristianismo, constituyen defensas a sus formulaciones doctrinales. El
desarrollo histórico de la apologética es tan larga como la historia humana. No
obstante, la apología cristiana comenzó durante el primer siglo de la era
cristiana y fue formulada por algunos de los apóstoles, según atestiguan los
escritos del Nuevo Testamento. Los primeros apologéticos lo fueron Pablo, Judas
y Pedro. Estos defendieron el cristianismo de las acusaciones de los judíos. A
partir de ese momento y a medida que el cristianismo avanzaba por el mundo
entonces conocido, hubo necesidad de defenderlo de las amenazas de otros
enfoques culturales. Es sumamente interesante estudiar ese desarrollo porque
está íntimamente ligado a la historia humana. La literatura apologética cristiana
nos ayuda a entender las luchas que ha tenido que librar la iglesia cristiana
institucional (en todas sus vertientes) para mantener su permanencia en el
mundo. Ese intento de explicar lo inexplicable (Dios y sus actuaciones) ha
provocado un enorme divisionismo que da pie para que los ateos sigan proclamando
que Dios nos existe. La pregunta obligada es: ¿Existe un solo Dios o estamos a
merced de varios dioses que luchan entre sí?
Todo
permite indicar, y la Biblia lo confirma, que nadie conoce quien es Dios y
mucho menos conoce sus pensamientos. Hablamos de lo que no entendemos con
nuestra razón y lo hacemos partiendo de nuestras propias experiencias de fe y
desde nuestro marco cultural. Dios respeta nuestras diferencias y está por
encima de cualquier cultura, algo que no debemos olvidar so pena de juzgar a
los que no creen como nosotros. No obstante, los que creemos en Dios solemos
declarar que Él conoce a profundidad cada ser humano. Esa declaración que acabo
de hacer le causó gran perturbación a ciertos filósofos existencialistas, como
sucedió con Jean Paul Sartre, quien visualizó a Dios como un fisgón. Cuando
observamos todo lo malo que acontece a nuestro alrededor, lo normal es que uno
se pregunte, ¿y dónde está Dios metido que permite esas cosas? Tal parece que
Dios ve lo que sucede, pero prefiere mirar para otro lado y no involucrarse.
Peor suele sucedernos cuando recibimos lo que creemos es una gran bendición de
Dios y de repente la perdemos. ¿Se burla Dios de nosotros los humanos? Son
preguntas existenciales que no pueden responderse con un simple cacareo
teológico. No hay manera de defender a Dios y su manera de proceder. Los amigos
de Job lo intentaron y lo que hicieron fue aumentar sus sufrimientos.
La
religión es y continuará siendo algo importante dentro de cualquier contexto
cultural. Existe un movimiento ateísta en el mundo y quizá haya ganado adeptos,
pero para mí, tal crecimiento no es significativo ni preocupante. Países como
Rusia y China, inflamados por la ideología marxista, trataron de erradicar la
religión y no lo lograron. A la postre, sus líderes tuvieron que hacerse de la
vista larga y aunque bajo supervisión, han tenido que permitirle a la gente
practicar sus religiones.
Si no mal recuerdo, fue
Erich Fromm quien dijo que la bondad o
maldad de la religión es avalada por la gente. Esto es, una religión es buena
si la gente la acepta. Pero me pregunto, ¿poseen los pueblos criterios adecuados
para hacer tal tipo de evaluación? No lo creo. La gente está siempre a merced
de sus líderes. Eso aplica a las organizaciones religiosas. Por esa causa me
preocupa cuando un país mezcla su sistema político partidista con su sistema
religioso o utiliza la religión para lograr amasar poder. El resultado es
siempre el mismo: la guerra. Por eso siento preocupación por el llamado “estado
islámico” compuesto por un grupo de insurgentes de algunas regiones de Irak y
Siria. Esas personas, que ya suman alrededor de ocho millones, están dirigidas
por unos líderes que proponen un gobierno teocrático dirigido por un califa. Su
finalidad es controlar todo el Oriente Medio. Ni por un minuto vayan a pensar
que se trata de un bonche de locos. Ese grupo está siendo expuesto a un proceso
educativo bien articulado. Los ofrecimientos que hacen son excelentes para las
personas que viven en ambientes caóticos y de extrema pobreza. El caos suele
dar paso al establecimiento de las dictaduras. A ese grupo de personas se le
inculca la importancia de la obediencia incondicional a Alá, nombre que los
musulmanes le otorgan a Dios. Para los insurgentes, los judíos y cristianos
somos infieles. Su objetivo no puede ser otro: destruirnos. Para los expertos
en asuntos de política internacional, todo este asunto está matizado por los
procesos macroeconómicos. Una nueva guerra es necesaria para fortalecer la
economía capitalista. ¿Nos encontramos en la antesala de una nueva guerra?
Opino que los cristianos
de este tiempo no debemos seguir luchando en contra de los incrédulos, sino
prepararnos adecuadamente para combatir la nueva estratagema del maligno, quien
utiliza la religión como instrumento de destrucción. No se trata de creer en Dios, sino de creerle
a Dios. Tenemos que retornar al estudio de la Biblia de forma sistemática,
despojarnos de la comodidad, el egoísmo e individualismo que han sido
fomentados por la cristiandad occidental y poner en práctica todas las
enseñanzas de Jesucristo.