Que uno nazca y se desarrolle dentro de un ambiente no
garantiza inmovilidad en nuestra manera de pensar y percibir las cosas. A
medida que pasa el tiempo, uno va adquiriendo nuevas experiencias y nuevos
conocimientos, cosas que modifican nuestra personalidad. Lo mismo sucede con
los pueblos. Cada pueblo tiene su propia cultura y desarrolla una personalidad
única, razón por la cual un líder hábil puede aprovechar circunstancias que sean
favorables a su ideología o creencia para dirigir a la gente a propiciar una
revolución. Dado que Puerto Rico y el
resto del mundo han entrado en un proceso irreversible de cambio, tenemos que
entender estos fenómenos de conducta para no caer en manos de líderes
inescrupulosos que pueden llevarnos a sufrir errores catastróficos.
Definitivamente, Puerto Rico necesita de transformaciones
urgentes, algo de lo cual ya se habla insistentemente. Desconocemos las cosas
que pueden suceder en el futuro. Aunque decimos que Dios tiene el control de
todo, nosotros no somos marionetas en sus manos. Estamos llamados a
movilizarnos hacia la búsqueda de mejores opciones para resolver cualquier tipo
de crisis. Un análisis crítico de la historia nos arroja mucha luz sobre cómo y
por qué ocurrieron los cambios que le dieron un nuevo giro a la vida humana. En
la actualidad escribo una monografía sobre el particular, pero para fines de
este artículo, partiré de mi propio testimonio para ejemplarizar ese proceso.
Verán por qué y cómo una persona cambia a través del tiempo en cuanto a su
forma de pensar y cómo eso influye en sus acciones.

Para la década de los cincuenta, Puerto Rico y la República
Dominicana tenían más o menos la misma situación de extrema pobreza. Debo
confesar que eso era imperceptible para mí. Nosotros pusimos nuestra residencia
en el Viejo San Juan y el ambiente social y comercial era bastante similar al
de Santo Domingo (para entonces, Ciudad Trujillo). Los barrios pobres de San
Juan, como La Perla y El Fanguito, se veían iguales a los barrios pobres de
Santo Domingo, como Guachupita y Villa Duarte. El cambio cultural más
pronunciado tuvo que ver con lo educativo y lo político. Puerto Rico, como
colonia estadounidense, vivía un limbo económico (que todavía mantiene). En el
1952, se firmó la ley que estableció el estilo de gobierno conocido como Estado
Libre Asociado. Dentro de mi nuevo ambiente social se notaba el intento de la
asimilación hacia la cultura estadounidense. De hecho, estudié en un colegio
católico bilingüe. Mis nuevas maestras fueron monjas, en su mayoría irlandesas y
estadounidenses, que exhibían un enfoque hacia la vida mucho más liberal que
las que tenían mis maestras en la República, casi todas monjas españolas. Por
las mañanas, en vez de cantar el Himno Dominicano y juramentar lealtad a ese
país, cantaba dos himnos totalmente diferentes: The American National Anthem y
La Borinqueña. Decirles que entendía lo que cantaba o juramentaba es mentirles.
Pero para ser sincera, eso era de poco valor para mí ya que vivía dentro de una
burbuja protectora construida por mis padres. Mi hogar era mi mundo.
Me gradué en el 1956 de la escuela superior y de inmediato
entré a estudiar a la universidad. Fue estudiando en la universidad que aprendí
el significado y finalidad de los sistemas políticos y económicos. Entonces
comencé a desarrollar mis ideales. El 1 de enero de 1959, el líder guerrillero
izquierdista Fidel Castro logró derrocar en Cuba al dictador Fulgencio Batista.
Eso me impacto. Tanto mis padres como yo pensamos que ese suceso marcaba
también el final de la dictadura de Trujillo y aunque ellos ya no pensaban
regresar a su país de origen, poner fin a esa dictadura les permitiría visitarlo
para ver nuevamente a sus familiares. Yo quedé impresionada por la acción de
Castro y la participación del Che Guevara en esos actos de liberación. Desde
ese momento, mi pensamiento cambió radicalmente. Me interesé en la política y,
sobre todo, comencé a coquetear con el socialismo como sistema económico. Un año después, mi
padre murió de un infarto cardíaco. Tanto mi padre como mi madre fueron personas
creyentes en Dios y, antes de partir de este mundo, ambos aceptaron a
Jesucristo como su Salvador personal. Pienso que sus oraciones para que yo
abandonara el camino del agnosticismo llegaron al trono de la gracia de Dios.
La muerte de mi padre me arrojó en los brazos de la cruda realidad
de la vida. Papá no pudo celebrar mi graduación de la universidad en el 1960 ni
mucho menos entregarme al altar el día de mi boda en el 1961. A raíz de mi
graduación y conociendo que tenía que encontrar trabajo de inmediato, decidí
hacerme ciudadana americana. La década de los años sesenta fue sumamente
turbulenta provocada por los movimientos de derechos humanos y posteriormente,
por la protesta contra la Guerra de Vietnam. No tuve participación directa en
la política de Puerto Rico porque ese fue mi tiempo de procrear hijos. Me casé
con un puertorriqueño y me asimilé totalmente a la cultura boricua. Pero
definitivamente que favorecía el socialismo como sistema económico y tenía gran
resentimiento hacia los exilados cubanos. Lo extraño de ese sentimiento es que
mis dos abuelas fueron cubanas y a esa fecha teníamos familiares viviendo en
ese lugar. ¿Qué provocó en mí esa reacción? Busquen ustedes la respuesta a esa
pregunta.
A principios de la década de los setenta, mi difunto esposo
montó su propio negocio y, aprovechando
que ya mis hijos estaban en el colegio, decidí retornar a la universidad para
proseguir estudios postgraduados. Fue en ese momento que vine en contacto con
personas de ideología marxista. Me encantaban sus disertaciones. En mis
conversaciones sobre temas económicos, yo no desaprovechaba oportunidad para
hablar sobre las virtudes del socialismo científico o marxismo. Sin embargo, mi
estilo de vida se conformaba a los postulados del capitalismo. ¡Una total
incongruencia! Así estuve hasta que sufrí una experiencia que no me gusta
recordar porque se trató de una vil traición. Aquel grupo de “amigos marxistas”
me utilizó de conejillo de india para adelantar su agenda política. Aquí entra
el postulado maquiavélico de que “el fin justifica los medios”. ¡Qué ingenuidad
la mía! Me acusaron de libelo y si no hubiese sido por la bondad de Dios, me
hubiesen expulsado del programa educativo y de la cátedra universitaria. Sufrí
una experiencia dolorosa, pero con un final feliz. Esa experiencia fue la que
me llevó a los pies de Jesucristo en al año 1973. A partir de ese momento, dejé
a un lado mi interés por el marxismo. Sin embargo, tampoco me sentí movida a
defender el capitalismo.
En el 1980, el Señor me extendió su llamado al santo
ministerio. De forma sorprendente, el negocio de mi difunto esposo perdió parte
de su mercado y se vio en precariedad. Por razones que aún no entiendo (pero
que tienen que ver con mal asesoramiento legal), su abogado le aconsejó irse a la
quiebra. La situación fue aún más grave cuando el síndico que le asignaron para
liquidar sus activos cometió fraude y se robó hasta lo que no teníamos. El
gobierno federal no se hizo responsable de la situación a pesar de que ellos
fueron los que nombraron al síndico. Yo había renunciado de mi posición
permanente en la universidad y mi difunto esposo no tenía derecho a ningún
beneficio laboral por cuanto era dueño de negocio. Quedamos en la calle, sin
ninguna protección y con un crédito totalmente dañado. Era la hora de la
verdad: No convertimos en una familia con clasificación de chatarra. El
capitalismo me dejó ver su lado oscuro. Bajo esas condiciones, decidimos
mantenernos fieles al llamado de Dios. ¿Nuestras armas para luchar? La fe de
Dios, la Biblia y una misión común que nos ayudó a mantener la unidad familiar.
Libramos grandes batallas. Perdimos algunas de ellas, pero logramos ganar la guerra. En pocos años levantamos
a nuestros hijos, les brindamos una buena educación, los guiamos por el camino del
Señor, fundamos una iglesia y un centro de servicio a la comunidad, iniciamos un
nuevo negocio y compramos una buena casa
en la zona más codiciada de todo Puerto Rico, Guaynabo City. Pero más que nada,
nos mantuvimos fieles al Señor de la historia. Nunca defraudamos a nadie y
nunca consideramos la iglesia del Señor ni el centro que fundamos como negocios
propios. Ambos nos jubilamos con
dignidad y mi esposo dejó este mundo con una conciencia cristalina, algo que
quiero imitar. Desnudo nacimos y desnudos partiremos a la vida eterna.
Sorpresivamente para mí, el pasado año 2013 el Señor me lanzó
un nuevo reto. Esta vez no se trata de comenzar una nueva obra, sino de
participar junto a muchos otros en el proceso de educar y reeducar al pueblo
cristiano en torno a los asuntos económicos que atañen su vida.

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