Todavía los científicos no han inventado una maquina que pueda hacer retroceder, detener o acelerar el tiempo. Lo pasado pasó, y el futuro sigue escondido en Dios. Debemos vivir el presente sin mirar mucho para atrás y solamente repasar lo pasado para traer a la memoria experiencias gratas. Aún así debemos evitar flagelarnos con ellas, tal como le pasó al autor del Salmo 42. Léalo y verá el sentir de una persona deprimida. Este hombre pasó por la horrible experiencia del cautiverio que lo llevó a perder todo lo que tenía. ¿Qué venía a su mente? Notamos la tortura emocional que los recuerdos alegres le causaban. El salmista escribió las siguientes palabras: “Cuando pienso en estas cosas, doy rienda suelta a mi dolor. Recuerdo cuando yo iba con la gente, conduciéndola al templo de Dios entre gritos de alegría y gratitud. ¡Qué gran fiesta entonces!” (42:4 – versión Dios Habla Hoy). En esos momentos no pensaba en su futuro, sino en lo que ya no tenía. Su presente era lúgubre, pero vemos como su mente y espíritu recibían la lluvia del consuelo divino, lo que lo movía a exclamar: “Mi esperanza he puesto en Dios”. El sentimiento que azotó al salmista es experimentado por toda persona que pasa por momentos de gran pérdida, no importa su naturaleza.
A mí
personalmente me desagradan las películas “lacrimógenas” (me refiero a los
dramas que me hacen llorar). Hay personas que suelen buscar ese tipo de
película cuando se sienten abatidas por cualquier problema porque les permite
llorar a todo pulmón y no tienen que dar explicaciones de su llanto. No debemos considerar el llanto como una
debilidad, sino como un analgésico para el alma adolorida. Para las personas
que tienen una personalidad altamente colérica como es mi caso, no suelen
llorar al momento de ocurrirles una desgracia. Estas actúan rápido a fin de
hacerle frente. Tal cosa me ocurrió con la
muerte de mi esposo, ya Dios me la había anunciado desde meses antes, pero la premonición
fue demasiado dolorosa como para compartirla y por ende, procesarla. Yo había
pasado por esa misma experiencia con mis padres. Recuerdo que cuando tales
eventos ocurrieron (en fechas separadas), me quedé tranquila. Estuve
anestesiada hasta que depositamos en el campo santo sus restos mortales. Tan
pronto abandoné el cementerio, las cosas comenzaron a tomar otro giro. El pecho
se me apretó y sentí ganas de gritar a todo pulmón. No lo hice porque consideré
que eso sería una estupidez, lo que provocó en mí un trastorno emocional que me
duró largo tiempo. Lo que realmente me pasó fue que inconscientemente
me enojé con Dios y perdí interés por la vida. El asunto fue diferente cuando
depositamos las cenizas de mi esposo en la tumba donde yacen mis padres. Cuando
llegué a mi hogar, me desplomé en llanto. La diferencia la hizo el conocimiento
que ahora tengo de Dios. Una cosa es llorar sin esperanza, y otra cosa es
llorar buscando consuelo. Ahora tengo el convencimiento de que algún día veré a
Dios cara a cara y me reuniré con mis seres amados para nunca más sufrir.
Mientras eso sucede, tengo que proseguir con mi vida para agradar a Aquel que
vive y reina para siempre.
Todos emprendemos un viaje desde el
momento de nuestro nacimiento. Para algunos,
ese viaje es más largo que para otros. Solamente Dios sabe el tiempo que
estaremos en este mundo. Mi madre solía decir que la vida se compone de
veinticuatro horas. En veintitrés de ellas experimentamos trabajos,
enfermedades, escasez, pérdidas de todo tipo y miles de otros males. En la hora
veinticuatro disfrutamos de gran felicidad. Cuando estamos dentro de las
veintitrés horas, tenemos que revestirnos de fe, valor y firmeza, única manera
de sobrevivir. Cuando llega la hora veinticuatro, ¡gózala como si no existiera
un mañana! No pasa un día sin que venga a mi memoria algún detalle de la vida que
viví a lado de mi esposo. Esos detalles me hacen llorar, pero a medida que
lloro, noto que el dolor va desapareciendo. El asunto es similar al proceso de
sanación de una dolencia física, y lo digo por experiencia propia. Yo no soy un
dechado de salud. Podría decir que soy una mujer experimentada en quebrantos.
Detesto visitar la oficina de un nuevo médico porque tengo que escribir y
hablar sobre todos mis padecimientos, así como las intervenciones quirúrgicas
que he sufrido. Me parece altamente aburrido hablar de enfermedades. Lo que
quiero puntualizar es que conozco lo que es estar en un frío quirófano
solamente cubierta con un traje de papel y en espera de que nos remuevan alguna
parte del cuerpo. Peor aún sé lo que es despertar de la anestesia y sentir
intensos dolores. ¡Qué bien aceptamos una inyección en esos momentos! Pues como ya dije, para sanar la mente y el
espíritu necesitamos sacar el dolor que nos embarga y llenarnos de esperanza. Llorar
es el analgésico y el tiempo nos ofrece la cura final.
La muerte de un ser amado no debe
estancarnos en el sufrimiento. Queda todo un camino que recorrer y no hace
ningún bien llevar equipaje que no tenga utilidad alguna. No creo tampoco que
haga bien vestirse de luto. Esto agrava la pena. El sufrimiento prolongado por nuestra
inhabilidad para manejar las pérdidas es un estorbo. No le hace bien a la
persona que lo experimenta ni mucho
menos a los que tienen que convivir con ella. MI marido se murió y nada de lo
que yo haga me lo regresará. Y conociendo a Julio, no creo que quiera regresar
para subsistir como lo hizo en sus últimos días de vida. Por tanto, me aferro
al tiempo presente con una mirada al futuro lleno de esperanza. Todavía tengo
proyectos que realizar y uno de ellos es seguir escribiendo. Tengo en perspectiva
la idea que mi difunto esposo me dio. Planifico escribir una serie de libros
sobre finanzas personales e inclusive para pequeños negocios, algo que entiendo
es pertinente dada la situación económica que estamos viviendo. No me pierdan el rastro…
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