Para la entrada de hoy, le he pedido a mi hija que me colabore con una corta reflexión. Espero que sea de bendición.
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Jardín o Pastizal
Por: Janet Figueroa
Desde pequeña recuerdo que siempre me llamó la atención las plantas y las flores. Creo que lo traigo en la sangre. Mi abuela materna era adoración con las flores y mi abuela paterna tenía un huerto casero precioso en el patio de su casa. Aunque también me gustan otras manualidades incluyendo la decoración, pienso que la jardinería es una manualidad que tiene vida. A diferencia de colocar un jarrón en una mesa o colgar un cuadro, mi jardín amanece diferente todos los días. Me la paso haciendo experimentos tratando de “prender” las plantas con ganchitos o semillitas a ver si germinan. Mi papá me decía para bromear: “¡Nena, ven a ver tu embeleco! ¡Yo creo que se prendió, pero en candela!” Si el experimento era fallido, pues un minuto de silencio y lista para el próximo intento.
En los
peores momentos de mi vida, siempre he recurrido a la jardinería para encontrar
paz y serenidad. Trabajar con la tierra
es terapéutico para el alma, aunque no estoy tan segura si lo es para la
espalda. Cuando tengo en mente un
proyecto para el jardín, planifico sobre todo lo que me gustaría hacer para en
realidad, terminar haciendo lo que puedo pagar.
El anhelo y la realidad no siempre van de la mano, aunque tengo que
confesar que muchas veces menos resulta siendo más. Como jardinera mis tareas principales
consisten en plantar y arrancar. No hay
forma elegante de trabajar en la tierra.
Usualmente uno está doblado, sucio de tierra, con los pelos como pepita
de jobo, con sed y sumamente acalorado.
Las herramientas empiezan pesando una libra y al final parece que tienen
atada un ancla de crucero en el mango.
No obstante, nada de esto me desmoraliza ni me hace claudicar porque ver
mi jardín hermoso no tiene precio.
El
jardinero planta según el plan trazado y según las particularidades del terreno,
en otras palabras, no hay un solo jardín idéntico. Plantar puede ser frustrante y no ofrece
ninguna garantía de éxito en un principio.
Arrancar tampoco es un paseo por el parque, muchas veces hay que hacer
fuerza, cavar y revolver la tierra para conseguir arrancar lo que no sirve. No saben la cantidad de veces que
literalmente he comido tierra cuando al fin se desprende lo que quiero
arrancar. El jardinero que sabe conoce
lo que siembra. Yo recuerdo que hace
mucho tiempo atrás le vendían a los turistas matitas de moriviví como plantas
exóticas que abrían y cerraban. Absurdo
ver a la gente sembrando sus patios con moriviví. Lo triste es arrancar ese
moriviví fuera de control luego de haberlo abonado y regado… un pastizal desgarrador,
porque la maleza nunca se ve bonita, ni da fruto.
Pensando en
todo esto, me hace mucho sentido la parábola del sembrador (Mateo 13:3-8). La parábola compara el receptor de la semilla
con diversos tipos de terrenos como los que componen nuestras vidas: El camino que es de adorno y no lleva a
ningún lugar como lo es el amor al dinero, la adicción, tus complejos; el pedregal de tus rencores y malos recuerdos
que te llenan de amargura y no te dejan crecer; la maleza que son la ansiedad, las
preocupaciones estériles o la pereza que consumen tu fe. En medio de todo esto, también hay tierra
fértil como la esperanza, la fe y la confianza en que Dios es el Jardinero Jefe
que sabe lo que planta y arranca en tu vida.
No se puede dejar un jardín algarete, si el jardinero no trabaja, muy
pronto tendrá un pastizal. Esto no es
ciencia de cohete, tu decides lo que plantas en tu patio, jardín o pastizal.
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